Los recuerdos nos acompañan toda la vida…
A veces se prenden en nuestra memoria como broches de un tiempo que ya pasó
y a veces se quedan en retaguardia, en la trinchera de las cosas vividas,
al resguardo de tiempos mejores en los que volverse presencia
como fantasmas necesarios.
Los recuerdos no son grandes, sino pequeños, como cantos rodados, dice Linn Ullmann
en su libro “Retorno a la isla”. A esa isla que volvemos todos,
porque de lejos, nos llama por nuestro nombre,
ese que no conocen los demás, tan secreto que sólo lo decimos en alto
para nosotros mismos en los momentos difíciles.
He colgado el cuadro que me regalaste en un hueco de mi biblioteca.
Cuando busco algún libro, sin quererlo, me voy a ese claro de bosque.
El otoño ha despojado de hojas a esos cuatro árboles que pintaste en un primer plano.
Las ramas parecen patas de gallo, como si alguno hubiera caminado por la espesura
y hubiera dejado sus huellas en un charco de pintura.
Lo que más me gusta es esa luz que hay en un segundo plano, antes de la espesura.
Es como si alguien te pasara el brazo por la cintura
y ese brazo fuera una corriente de aire tibio que te sujetara a la vida.
Ese claro de bosque.
Ese espacio para tenderse y asolearse en medio del camino,
un camino que no es muy transitado, puesto que conserva su hierba peinada
sin las calvas de los demás caminos del bosque.
Recuerdo ese camino y recuerdo ese bosque. Quizás no esté donde tú lo has pintado,
pero está en otra parte, en muchas partes. En otro bosque por lo menos.
Quizás esté en esa isla o quizás no. ¿Quién puede saberlo?
Después de todo tal vez sea un portal antiguo, una ventana a otra vida.
¿No son eso los recuerdos?
En la misma estantería hay varias conchas que recogimos en una playa del Atlántico
un día de viento, cuando amanecía y las olas golpeaban la costa
queriendo entrar en tierra. También hay dos botellitas llenas de arena de colores,
de esas que pintan los niños en la escuela cuando aun creen en los sueños.
Además hay tres pequeñas piedras, barnizadas con betún de Judea
y que si un día hablaran contarían que vivieron en otro bosque,
en un camino distinto al que tú has pintado.
Pero las piedras no hablan, eso todo el mundo lo sabe,
al menos como hablan las personas… Aunque sí que lo hacen
como las arenas que se suben a los ojos, como los gallos que se suben a los árboles,
como las conchas que guardan sus recuerdos en un puño…
¿Recuerdas el cuadro de la tormenta? Ese que pintó un artista y que colgó
sobre su chimenea. Ese que era todo un cielo de cobalto con nubes de plomo,
y a punto de venirse abajo, pero todavía no… Ese que no quiso vender
porque ese cuadro era él mismo y para él mismo, tan íntimo
que era como desnudarse a solas y descubrirse el tiempo en las arrugas.
Ese cuadro lo he vivido yo. Por eso en ese claro de bosque,
en ese camino que hay detrás de los árboles que pintaron los gallos,
esa luz que me ciñe por la cintura me levanta de mis sombras
y me invita a caminar…
Iosu Moracho
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