La flor del membrillo

"Tres membrillos"
30x30 cms
óleo sobre tabla
Diana Iniesta


La flor del membrillo

Dice el poeta colombiano Jairo Guzmán
que la música se acumula en el lugar más luminoso
de la fruta abandonada a la quietud de la casa...

Pienso en esto cuando miro el cuadro
en el que has dibujado los membrillos.

Dicen que su nombre, cydonia, proviene
de la ciudad de Cydon en Creta, actualmente Grecia,
aunque se sabe que ya existían en Babilonia hace 4.000 años.

Los griegos veían en su fruto el símbolo de la fertilidad y el amor.

Originario de la región del Cáucaso,
en el sudoeste cálido de Asia.

Amarillos, casi dorados. Brillantes cuando maduran.
Duros y aromáticos…

La primera vez que vi uno, me sonrojé.
Una fruta que me regalaba su olor dulzón,
la piel pilosa, áspera, el jugo enhebrado
y la forma voluptuosa, tan semejante a un pezón engañado
por el frío o el deseo.

Membrillos de otoño…
Membrillos que duran todo el año.

Mi abuela los ponía en lo alto de un armario de la cocina
y su aroma regaba la pieza incluso después de las frituras.

Cuando entraba por las tardes
a coger el bocadillo de chorizo envuelto en pan con mantequilla,
olía a membrillos maduros
y su fragancia, estoy seguro, me acompañó toda la infancia.

La música de los membrillos se subía así
a los goznes de mi vida
y abría las ventanas de los primeros sueños,
esos en los que el deseo se vuelve compañero indómito
de la fantasía,
y se desvela en las noches buscando un cuerpo
que todavía no existe en la cercanía.

Sueños que se hilvanaban con las miradas al trasluz
de la habitación de las vecinas,
que exhibían sin pudor sus duraznos,
la flor de sus membrillos
cuando al llegar de la escuela se cambiaban de ropa
para andar por casa entre juegos y libros.

Música de frutas y cantos de invierno.

Con un pedazo de queso,
no había otro postre más sobrio después de una buena comida.
Pan, queso, membrillo y cuajada.
Calentada con una piedra quemada y requemada mil veces,
tantas, que ya se sabía de memoria
el gusto y el regusto de todas las leches.

Membrillos, flores de juventud.
El lugar más luminoso de la fruta,
el lugar más hermoso de un cuerpo de mujer,
ese, que abotona la redondez de los senos al alma;
ese, que es como una cicatriz, una nuez pequeña,
una avellana o un tierno pezón de temporada.

Su mermelada, dicen, atañe a la locura.
En forma de pastel, llama al deseo.

En México se come crudo, preparado con sal y chile,
porque así es la vida,
y en el estado de Jalisco, en la feria del membrillo
del mes de agosto, las parejas compran
ates, cajetas, mermeladas, paletas de leche y agua, nieve
y ponches de membrillo.

En las Islas afortunadas, para consumirlo,
previamente se sumerge cortado en dos en agua de mar.
Este bautizo le cambia el sabor amargo
por otro dulce y delicioso.

En Granada le echan azúcar,
y las muchachas que lo vacían de pulpa
se lavan los senos con su agua
porque les da turgencia y sabor.

Cuando cuelga del árbol,
la rama lo toma por el pezón,
y hay quien dice que era éste el fruto que Eva dio a Adam
en vez de la manzana.

En el Cantar de los Cantares
la esposa pide ser confortada con esta fruta
porque se halla enferma de amor…

Y las novias griegas, cuentan, antes de entrar en la alcoba
mordían un membrillo,
para que el primer beso tuviera su perfume.

Paris se lo concedió como premio a Afrodita
y todos los senos de las muchachas guardan ese olor
aventando en sus balcones.

Con miel, uno llega al paraíso,
y una vez allí por qué marcharse…

Membrillos de otoño.
Gamboas, mamellos, membrillas, zamboas, zambúas…

En China, sus flores rojo carmesí,
sangran cuando llueve…

Iosu Moracho

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